Antínoo. El último Dios
Antínoo es -¿quién lo duda?- un nombre sugestivo y agradable, incluso por su sonoridad. Siempre nos ha chocado que pudiese llamarse así un antihéroe de la remota Ítaca: el jefe de los pretendientes que asediaron a Penélope durante años y que cayeron abatidos por las flechas de Ulises. Olvidemos a este malvado, salvo por su ambivalente sentido erótico: preferimos recordar a otro personaje de la misma saga con un nombre parecido: Alcínoo, el amable rey de los feacios, padre de Nausícaa, que gobernaba la isla de Esqueria cuando llegó a sus playas el propio Odiseo.
En cambio, el Antínoo que aquí va a ocuparnos solo es un héroe de forma sesgada: de hecho, fue un simple mortal, con sentimientos y pasiones mortales, pero pudo convertirse en un dios del Olimpo. Su personalidad resulta huidiza en extremo, solo accesible a una contemplación muy matizada, y muestra facetas muy distintas, como las que intuyó, desde una profunda humanidad y asombrosa imaginación, Marguerite Yourcenar en sus Memorias de Adriano: no es casual que acudamos a las páginas de esta joya literaria, una y otra vez, tanto para rendir homenaje a su autora como para dar un toque de vitalidad a nuestro relato.
Comenzaremos esbozando -es imposible llegar más lejos sin caer en la retórica- la vida de aquel joven que, por su asombrosa belleza y su actividad física, conquistó al emperador Adriano. Intentaremos imaginar el encuentro de ambos, así como sus viajes por el Imperio, en el contexto de un reinado único por su dinamismo. Después, fijaremos el momento culminante de esta intensa pasión -la muerte de Antínoo, ahogado en el Nilo en extrañas circunstancias- y nos detendremos en sus consecuencias, que llenaron de asombro al mundo entero: Adriano fundó una ciudad en el lugar mismo donde perdió a su amado y decidió darle el rango de dios, impulsando su culto hasta donde le fue posible.
Tan desmedida gesta estaba abocada al fracaso, y, en efecto, fue condenada de forma unánime cuando Adriano murió. Pero hasta entonces, durante unos pocos años, dio lugar a un florecimiento artístico impresionante, casi incomprensible: Antínoo, como hombre, como héroe y como dios, se convirtió en modelo e inspiración para los talleres escultóricos de la corte y de medio mundo. De hecho, los retratos idealizados de Antínoo están hoy presentes en todos los museos de Europa y América, dando a sus salas un toque de poética belleza y demostrando que, en pleno Imperio Romano, podía recuperarse la estética del clasicismo griego. Haremos bien aproximándonos a este refinado ambiente, observando que incluso se crearon imágenes del divino joven en estilo egipcio, con el fin de recordar el ambiente exótico donde se creó su leyenda.